Por Marco Seminario Suito
1989. 7 de mayo. Playoffs de la NBA. Separaban solo tres segundos a los Cleveland Cavaliers para no parar de contar la hazaña sin cansancio en unos años: eliminamos a los Chicago Bulls de Michael Jordan. El sueño pendía de la diferencia de un punto, pero su existencia más que un dígito, era una provocación para el número 3 del draft: zafa de una marca, se adueña del balón, para en seco, izquierda, derecha, por ahí, vuela y, ante un atónito Craig Ehlo, anota la eliminación de los Cavs. Solo necesito eso: tres segundos para ser eterno.
Ese día Michael Jordan solo necesito el tiempo que toma abrir una botella para convertirse en un legado viviente: su jugada se denominó The Shot e incendió la herida, en la serie The Last Dance, cuando admitió sentirse sorprendido por la marca de Craig Ehlo, en lugar de Ron Harper, a quien consideraba mejor jugador para detenerlo. Más allá de la anécdota, solo Jordan era capaz de algo así: de convertirlo todo en oro o en una novela dramática.
No obstante, antes de las atiborradas luces de la fama, la figura de los Bulls vivió en carne propia las adversidades y contarlas con lujo de detalles es preservar el legado de Jordan y el constante esfuerzo de un deportista antes de trascender.
Naturalmente de Brooklyn, Nueva York; pero con recuerdos más vivos de su infancia en Wilmington, una ciudad de Carolina del Norte, donde sus padres decidieron mudarse cuando él era solo un niño. En su adolescencia era “pequeño”: medía 1.80 metros y esto lo aisló del equipo de baloncesto de su escuela. Tiempo después, 10 cm más y fue admitido, porque el tamaño importaba.
Sorpresivamente aquel muchacho deslumbró con su promedio de triples, dobles, rebotes y asistencias, colofón de números que le ayudo a recibir una beca para jugar baloncesto en la Universidad de North Carolina, con los Tar Heels en 1981. Le basto solo dos años para ser considerado el mejor jugador de la temporada universitaria y forjarse el apodo de “he can do it all” (puede hacerlo todo), porque empezaba a hacer “cosas”: formo parte de la selección de baloncesto de los EE.UU y ganó la medalla de oro en los Juegos Olímpicos de los Ángeles en 1984, año en que fue elegido en el draft de la NBA por los Chicago Bulls.
Era el novato del que se esperaba mucho, pero no demasiado. Con el número “23” en la espalda era un pecado no emocionarse por la espectacularidad de su juego ofensivo, adjudicándose un promedio de 28 puntos por partido en su primer año. Su comienzo prometía, porque, aunque fue eliminado en primera ronda de las eliminatorias, con poco más de 20 años fue parte del quinteto inicial del All-Star Game y gano el premio al Novato del Año de la NBA. Es más, en la temporada siguiente (1985-1986), los Boston Celtics de Larry Bird eliminan a los Bulls otra vez en primera ronda, pero, aun así, Jordan consiguió el récord de más puntos anotados en una eliminatoria con 63, y el alero histórico de los Celtics no tuvo más que rendirse: “he visto a Dios disfrazado de jugador de baloncesto”. En la tercera temporada (1986-1987) consigue uno de los promedios de anotadores más alto de la historia NBA con 37,1 por partido, aunque es eliminado por los Celtics en la primera ronda, otra vez, pero lo peor aún estaba por venir.
Michael Jordan era un tipo completo: un atleta proporcionado para atacar y defender, un gran tirador de salto, con una velocidad de 36,5 metros en 4,3 segundos y un sentido de la competitividad nunca visto.
Él era todo eso, pero antes de la trascendencia en el deporte —como en la vida— necesitó de estímulos, chasquidos, barreras, retos incomodos, en medio de la victoria, para ser eso: uno de los mejores de la historia.
Detenerlo era una orden, más que una opción. Si bien existe la moralidad y los buenos principios en el deporte, el intentar construir una narrativa destructiva hacia un método en un determinado contexto es un reformismo vació de un pasado con otra percepción del juego. Un caso es la NBA a fines de los años ochenta caracterizada por la rudeza y el juego sucio, categorías aceptadas en su momento por el público y jugadores.
En aquellos años Jordan era el distinto, pero no era un experimentado. Los Detroit Pistón, contando como autor intelectual a Isiah Thomas, idearon una forma de pararlo en 1988: como fuese necesario. Más conocidas como las Jordan Rules, estas fueron estrategias defensivas que consistían en llenar la zona de defensores más allá de Joe Dummars, el escolta de Jordan. Sí él intentaba la ofensiva lo esperaban Bill Laimbeer o Dennis Rodman —su compañero en un futuro—, quienes eran jugadores agresivos en la defensa. De no hacerlo de buenas formas, rozaban la ilegalidad. La única opción era un tiro exterior, aunque el detalle era que la estrella de los Bulls aún no era efectiva en esa faceta.
Y dio resultado. Los Bad boys fueron la piedra en el zapato para los Chicago Bulls por tres años consecutivos, pues los eliminaron esas tres ocasiones. El mensaje, más allá de la estrategia, se convirtió en su filosofía. Ir a Detroit era ir a una batalla, distinto a los partidos de baloncesto tradicionales y se hicieron temidos por todos los equipos.
Era la temporada 1987-1988, Michael Jordan no lo pasaba mal: consiguió su primer MVP de la temporada, Jugador Defensivo del año y el equipo adhirió a un joven Scottie Pippen de la pequeña Central Arkansas. La alegría duró poco, porque luego de vencer a los Cleveland Cavaliers en la primera ronda de los Playoffs, fueron vencidos por los Pistons, que sería una costumbre por un tiempo.
The shoot. En medio de la derrota, los Chicago Bulls se aferraban a pasar otra vez las eliminatorias: la cuarta eliminación en primera ronda en los últimos cinco años sería, sin duda, un duro golpe al proyecto. El rival: los Cavs por segunda vez.
Pensar en Michael Jordan, en ese momento, no era sencillo, porque si bien era una promesa emocionante, su éxito a la larga sería medido por los anillos. A estas alturas, una promesa del deporte puede volverse una quimera: una eterna ilusión de los dueños de un equipo y, muy pocas veces, en una realidad. Para suerte de Jerry Krause, Jordan lo era.
La temporada de 1988-1989 era decisiva para los Bulls, porque llegaban con números inferiores a los Playoffs. Llegaban sextos, cuando la vez pasada llegaron terceros; y los Cavs lo hacían al revés. Era un duelo asimétrico en historial, pero los de Chicago necesitaban esa victoria.
Los Cavs eran un hibrido: Lenny Wilkens era un entrenador experimentado, campeón con el Seattle SuperSonics en 1979 y confiaban en la juventud de sus jugadores, liderado por Mike Price, Brad Daugherty, Larry Nance y Ron Harper, su estrella de 25 años.
Ambos equipos venían de un empate 2-2 en la serie, luego de un fallo de los Bulls en el último tiro libre en Chicago. La decisiva era en el Richfield Coliseum, la casa de los Cavs. La cosa no fue fácil: ninguno torcía su voluntad. Punto en uno, punto en el otro. Ofensivas latentes, números emparejados durante todo el partido, hasta que los Bulls logran adelantarse por un punto a seis segundos, opacado luego por una maniobra de los Cavs en unos segundos. Anotaban un punto y remontaban. Solo quedaban tres para los Bulls y era arriesgar o morir. El estadio, el público, todos, pedían especial atención en un hombre: Michael Jordan. Uno, dos, tres y el balón entró a la canasta dejando sin aliento a todos. Jordan salta. Doug Collins abraza a un Phil Jackson como segundo entrenador. El equipo ve, por un momento, la sobrevivencia de un proyecto a manos del diferente, el de los importantes. Era el respiro de Jordan antes de trascender, una luz en el camino.
Los Bad Boys no se relajaban, ni en broma. Corrían, molestaban, empujaban hasta el punto de odiarlos. Michael Jordan los detesto en su momento y hasta estos segundos también. Los sufrió después de los tres segundos en Cleveland, dos veces y fueron su última piedra en el camino.
La final de la Conferencia Este de 1989 fue una demolición. Hasta el tercer partido, la cordialidad fue un acuerdo implícito, pero luego de la victoria 2-1 de los Chicago Bulls todo se puso morado. Los Detroit Pistón fueron “amables”: las Jordan Rules se llevaron a otro nivel y detenerlo a como de lugar era una obligación. Jordan, de llegar —si lo hacía— a la línea de fondo el mensaje era tirarlo al piso, sin complacencias.
Pese a la tenacidad de Jordan, los Bulls no supieron contrarrestar la estrategia de los Bad Boys y fueron eliminados o, literalmente, noqueados.
Michael Jordan no es el equipo, se volvió parte de la filosofía de los Chicago Bulls a partir de la temporada 1989-1990: la prevalencia de una figura de su magnitud configuró nuevas formas de juego en el equipo, pero su legado no fue solo cambiar un poco la pizarra junto a Phil Jackson, sino entender el juego.
Las estrategias en momentos específicos son simples dibujos angulares, pero a largo plazo son una visión del futuro. Ceder a nuevas manera de visualizar un deporte incomoda en un principio, dado los factores de comodidad o de egos en un vestuario, pero superarlos son pasos necesarios para trascender. Eso lo entendió Phil Jackson: insistir con la estrategia del triángulo ofensivo para quitarle el protagonismo a su estrella fue la mejor forma de convertir su figura en la de un líder.
Y eso paso, pero no en esa temporada. Se volvieron a ver las caras en la final de la Conferencia Este de nuevo con Los Detroit Pistón, pero la suerte no los acompaño. A Scottie Pippen una migraña lo nublo en el séptimo partido y estaba todo perdido: el triángulo, la ofensiva, todo se desmorono y los Bad Boys volvieron a vencerlos por tercera vez. Y sí, ganaron el anillo por segunda vez.
Hay momentos y era ese. Los Chicago Bulls fueron derrotados no una, sino dos y hasta tres veces por los Bad Boys y la herida era inmensa en el quipo, pero especialmente en Michael Jordan. Es ahí, donde entiende que un jugador no gana un anillo, sino un equipo concentrado en un objetivo y así fue.
Era la temporada 1990-1991 y los Bulls involucraron en la meta a todos: cada uno desempeñaba un papel en el equipo, cada balón valía y la exigencia se elevó a otro nivel. Luego de The Shoot, Jordan enrumbo un liderazgo basado en la motivación constante del compañero, y en esta época comenzó esa faceta controversial de una arraigada competitividad en el equipo. Sea cierto o no, con el cambio de esquema y mentalidad, jugadores como Scottie Pippen se potenciaron, elevando su promedio de puntos desde un 9,4 punto con un 46% en tiros en 1988 hasta unos 22 puntos con un 58% en tiros en 1991. Es decir, juego en equipo.
La final de la Conferencia Este fue —para variar—, contra los Detroit Pistón y no hay mucho que agregar: los pasaron por encima. Ni Jordan rules, ni nada. Una catarsis de emociones se vivió en los Bulls aquella noche luego de la serie (4-0), que significó más que un anillo para Jordan.
Más allá de la espectacularidad del personaje, el legado más terrenal de Michael Jordan fue encontrar el momento para validad su figura en el The Shoot de los 3 segundos contra los Cleveland Cavaliers y derrotar a los Pistons, su mayor obstáculo antes de las luces y el oro. Fue una alegría necesaria para él: “En algunos aspectos, fue mejor que ganar un campeonato”.
Sin decidir de manera veloz en una jugada o sobreponerse ante las derrotas consecutivas, quizá nunca se hubiera visto a los Chicago Bulls de Michael Jordan, porque así se conciben las leyendas: en la adversidad para luego trascender en la eternidad.
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