Por Sergio Herrera Deza
“Tenés para más, boludo”. Le dijo alguna vez Ricardo Gareca a Christian Cueva. Nosotros lo supimos porque el “10” de la Selección peruana lo contó en una entrevista. Era febrero, año 2018. Miles de peruanos, chicos y grandes, hinchas casuales o incondicionales, se aglomeran en las tiendas de Gamarra para comprar sus camisetas de “Aladino” y el “Depredador”. La histeria es colectiva.
El Congreso está por vacar al presidente de turno, pero no nos importa mucho: el gol de Farfán en el repechaje al mundial de Rusia, asistido por Cueva, permanece en nuestras retinas. Hay esperanza: la economía crece, recibimos migrantes y el año que viene son los Panamericanos. Era hoy, Ramón. Porque hoy qué lindo es ser peruano. Qué orgullosos nos sentimos de nuestra Selección, aquel equipo sin grandes figuras que nos ha devuelto a la élite del fútbol sudamericano. Vamos, Cuevita, qué picardía, qué tales gambetas, qué manera de filtrar el balón. Cuánta criollada, cuánta peruanidad.
Porque mientras la racha de partidos invictos se acumulaba y las portadas sobre la magia de “Aladino” protagonizaron los quioscos, vivíamos un sueño idílico. Pero los archivos periodísticos no mienten: ya en 2017, Víctor Rivera, ex entrenador de la San Martín, había revelado cómo una década antes, un adolescente Cueva se fugó de la concentración para jugar una pichanga por un premio de mil soles y un toro. Ya entonces, la fiesta, la euforia del momento, importaban más que defender los colores.
Luego vendría el primer paso accidentado en Alianza Lima, los insultos de hinchas blanquiazules y las pifias a Gareca por confiar en ese tipo arrogante, que tomaba el pelo con sus indisciplinas, para la Copa América 2015. Pero la magia de aquel volante norteño, sin gran estatura, pero con gran velocidad y regates contundentes, se desató y sorprendió a propios y extraños. La medalla de bronce era nuestra y el humo de los “Cuatro Fantásticos” parecía disiparse al fin.
Siguió el accidentado camino a Rusia 2018, lleno de altibajos, pero momentos de ensueño como la épica remontada a Uruguay en Lima o la goleada a Paraguay en Asunción, que el diario español Marca tituló “Ramos de flores para Cueva” en honor a los goles peruanos y sus valerosos autores. Se sucedían las maravillas, pero también más tropiezos para el “10”: un día era “Cuevinha” para los hinchas del Sao Paulo que deliraban con sus fintas y al siguiente, exasperaba a medio mundo con sus tardanzas, juergas y nula autocrítica.
Falló el penal ante Dinamarca y el ídolo comenzó a despegarse del póster: vino la campaña discreta en el Krasnodar ruso, la salida por la puerta falsa del Santos y las escalas irrelevantes en México y Turquía. Pero el dinero seguía engrosando sus cuentas bancarias y parecía cómodo en aquel trono imaginario donde se suben los conformistas.
Otros también sumaban billetes, lucrando con los escándalos del volante: infidelidades, peleas en una discoteca brasileña y hasta un episodio lamentable en el estacionamiento del Jorge Chávez. Su protagonismo pasó de los canales deportivos a los espacios de chismes y farándula. Aladino ya no frotaba la lámpara, sino un vaso de cerveza en una fiesta interminable donde seguía siendo un adolescente, al que las responsabilidades de la vida adulta nunca le rinden cuentas. Buena parte de la sociedad peruana aportó a esta ilusión: aun en los peores momentos, él era “Cuevita”, con diminutivo. La eterna promesa.
Y un buen día, fichó por el Al-Fateh de Arabia Saudita, se adaptó a la vida estricta de la monarquía petrolera y su preparador físico lo devolvió a sus mejores años. Volvió el juego aguerrido y barrial; los grandes pases, filtrados y precisos, que hoy tanto extrañamos. Uno de aquellos sentenció el “Barranquillazo” del 2022 y el renacimiento de una ilusión que se apagó en otro repechaje, esta vez ante Australia.
Ya no hubo vuelta atrás. Dicen que donde hubo fuego, cenizas quedan. Pero ya no parece ser el caso. Sobrevino la necedad de Reynoso y el presente incierto con Fossati. Mientras tanto, el protagonista de esta historia regresó al “club de sus amores” que lo terminó echando por las razones de siempre. Viajó como “invitado” a su última Copa América, donde un torpe remate ante Canadá sería su triste canto de cisne con la camiseta blanquirroja que alguna vez honró.
Aun así, siguió en boca de todos gracias a las infidelidades a su esposa, sucedidas por unas disculpas poco sinceras. Meses después, la UCV rechazó su fichaje a último momento ante la presión popular y Cienciano hizo lo propio tras una denuncia por violencia de género. Su carrera futbolística vive sus momentos finales, algunos abogados hasta aseguran que podría pasar 25 años en prisión. Mientras lo vemos precipitarse al abismo, una única pregunta persiste: ¿por qué?
Hoy, Christian Cueva es un personaje repudiable. Sin embargo, su trayectoria es la fiel representación del potencial perdido que abunda en el Perú. Muchas veces donde hay talento, la indisciplina puede más. Donde hay técnica, escasean los valores. Donde hay valentía, surge la violencia para corromperla.
Esta no es una fábula con una moraleja simple: es una historia real para reflexionar sobre el país que somos. Los mejores años de Cueva coincidieron con una época en que la improvisación y la bonanza iban de la mano. Vivíamos en un país, cuya economía no paraba de crecer, aunque la política ya era inestable y la informalidad afectaba a 7 de cada 10 compatriotas.
En ese contexto, un personaje nada profesional fue el rostro del regreso triunfal de Perú a un Mundial. Mientras tanto, nuestros equipos seguían estancados en la fase de grupos de la Libertadores. Tarde o temprano, los espejismos se desvanecen y la verdad sale a la luz. Lo supimos cuando la pandemia derribó nuestro milagro económico y el rostro burlesco de Andrew Redmayne finiquitó la era Gareca.
Con Cueva lo presenciamos esta semana: el fin de su carrera es la consecuencia natural de unos errores y malas decisiones que finalmente vencieron a una suerte que desafiaba toda lógica. La criollada peruana puede funcionar una, dos, tres veces, pero en algún momento, se hace pedazos, porque no tiene bases donde sostenerse. Y así, Cueva representa un error constante en nuestra sociedad: creer en merecer la máxima gloria, cuando nunca se trabajó para alcanzarla.
Cada vez que un equipo peruano fracasa en un torneo internacional, se repite el viejo mantra de “hay que invertir en las divisiones menores”. Es cierto, pero no podemos olvidar que el futbolista ideal no solo es una masa de músculos: es disciplinado, comprometido con sus colores, ambicioso en el buen sentido, agradecido con los hinchas y finalmente, respetuoso con sus seres queridos y consigo mismo.
Nuestros centros de alto rendimiento del futuro deberían mantener esta consigna para las próximas generaciones. Así veremos menos jugadores que maltratan mujeres, idolatran el dinero y no saben cuando retirarse por mera vanidad. Hay mucho por trabajar, pero desde ya, solo queda decir: “Perú, tenés para más, boludo”.
Cesar Raygada Salcedo dice
Excelente artículo, con serena claridad, el autor de la nota describa la realidad del jugador peruano. Con programas que recuerdan las juegas o broncas de las concentraciones, jugadores que terminan de titulares en la Segunda División de Fútbol Profesional, también llamada en algún ámbito Segunda División de Promoción y Ascenso. Del Solar hace su experimento y tiene para rato, por sus resultados lo conoceréis. La Infraestructura Deportivo de los Clubes Profesionales existen en pocos de ellos. Este artículo suma en esclarecer el panorama local. Felicitaciones!!!!!
Aymet Mimbela dice
Excelente reflexión, la conducta las acciones, las criolladas tarde temprano te pagan grandes facturas.
Me apena decir que en Perú este deporte tan popular crece sin cultura, sin valores, egoístas y lejos de principios de Dios
No veo un Oblitas, sigo viendo a Sotiles, se acuerdan de el.
La fama, el dinero ..sin humildad sin principios y sin Dios…se cae.
Buen artículo sobrino